
El papa reaparece en la Plaza de San Pedro durante el Jubileo de los Enfermos y llama a no marginar el sufrimiento sino a compartirlo para crecer en humanidad
Aunque no presidió personalmente la misa, su voz y su mensaje resonaron a través de la lectura de una homilía que conmovió profundamente a los asistentes. En el texto, Francisco compartió con humildad su experiencia personal de enfermedad, debilidad y dependencia, hablando no solo como líder espiritual sino como un ser humano que sufre. “Queridos hermanos y hermanas enfermos, en este momento de mi vida comparto mucho con ustedes”, expresó, destacando que la enfermedad es una escuela de amor donde se aprende a amar y dejarse amar sin lamentos ni desesperación.
En la homilía, leída por el arzobispo Rino Fisichella, el pontífice instó a no marginar a los enfermos, señalando que relegar al que es frágil revela una sociedad cruel e inhumana. Recordó las enseñanzas de Benedicto XVI, quien afirmó que la grandeza de la humanidad se mide por su relación con el sufrimiento. Francisco insistió en que “afrontar juntos el sufrimiento nos hace más humanos” y llamó a transformar el dolor en una oportunidad para crecer espiritualmente y como comunidad.
Ante más de 20.000 personas, entre pacientes, voluntarios y profesionales de la salud, el papa envió también un mensaje de aliento y gratitud a médicos, enfermeros y sanitarios de todo el mundo. Los invitó a dejarse transformar por la presencia de los enfermos, permitiendo que su contacto renueve el corazón con caridad y compasión. “La presencia del enfermo puede ser un don que cura también al cuidador”, afirmó.
El Jubileo de los Enfermos, que en esta edición cobró especial relevancia por la situación de salud del pontífice, se convirtió en una jornada de reflexión profunda sobre la dignidad del que sufre, la urgencia de una sociedad más solidaria y la necesidad de reconocer el valor espiritual del acompañamiento.
A pesar de su frágil estado, Francisco mostró que su liderazgo no depende de su fortaleza física, sino de su capacidad de tocar los corazones con humildad, autenticidad y ternura. Su mensaje no fue solo religioso, sino profundamente humano: el sufrimiento no debe excluirse ni ocultarse, sino integrarse como parte esencial del camino común hacia una sociedad más compasiva. En tiempos de pragmatismo e indiferencia, su testimonio resuena como una llamada urgente a redescubrir la humanidad en medio de la fragilidad.
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