
La voz crítica del sur, exguerrillero y expresidente de Uruguay, se apagó este martes en Montevideo.
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Con una vida marcada por la rebeldía, la austeridad y un discurso que desafiaba al poder establecido, José “Pepe” Mujica murió este martes 13 de mayo en Montevideo a los 89 años, tras perder la batalla contra un cáncer de esófago. La noticia fue confirmada por el actual presidente de Uruguay, Yamandú Orsi, quien lo describió como “presidente, militante, referente y conductor”.
La muerte del “presidente más pobre del mundo” estremeció al continente. Mujica no solo gobernó Uruguay entre 2010 y 2015, sino que forjó una leyenda de coherencia ética y desafío ideológico. Su figura, que trascendió fronteras y agendas, terminó por convertirse en un símbolo de la izquierda latinoamericana... pero también en una rara excepción política que prefería los silencios a los discursos y los actos a las palabras.
Lo supimos. Mujica había revelado en enero que su salud se deterioraba. Aquel cáncer, diagnosticado en mayo de 2024, se volvió inoperable. “Mi cuerpo no tolera el tratamiento”, había dicho sin dramatismos. Lo dijo con esa paz desconcertante con la que también aceptó la cárcel, la tortura y los años de soledad durante la dictadura militar que lo mantuvo prisionero por más de una década.
El último adiós de un rebelde sin protocolo
Pepe Mujica murió como vivió: lejos del protocolo. Aunque su país apenas alcanza los 3,4 millones de habitantes, su figura alcanzó una estatura global. En la ONU, en Rio+20, en entrevistas, con líderes del mundo o con campesinos, Mujica siempre fue el mismo: sin corbata, con mirada serena y palabras filosas.
“Sacrificamos a los viejos dioses inmateriales y ocupamos el templo con el dios mercado”, lanzó alguna vez frente a la Asamblea General de Naciones Unidas, dejando boquiabiertos a diplomáticos y líderes.
Era difícil no escucharlo. Aunque muchas veces incomodó.
En su modesta chacra a las afueras de Montevideo —que nunca abandonó, ni siquiera en su presidencia— recibió desde el rey Juan Carlos de España hasta el cineasta serbio Emir Kusturica, quien le dedicó un documental en 2018.
Mujica no temía hablar. Insultó a la FIFA, ironizó sobre políticos argentinos y usó frases como “no sea nabo” para espabilar a periodistas. Pero también supo cuándo callar. Ese equilibrio extraño lo volvió un personaje magnético en tiempos de ruido.
De guerrillero perseguido a arquitecto de una democracia distinta
Mujica fue líder de los Tupamaros, una guerrilla urbana que desafió al régimen en los años 60 y 70. Por ello pasó 13 años preso, muchos de ellos bajo condiciones inhumanas. Tras la restauración democrática en 1985, no solo fue liberado, sino que regresó al ruedo político con una convicción intacta: fundó el Movimiento de Participación Popular (MPP), luego fue diputado, senador, ministro, y finalmente presidente.
Su gestión no fue convencional. Legalizó el cannabis bajo un modelo estatal pionero, recibió presos de Guantánamo como gesto humanitario, y defendió una democracia sobria y sin adornos.
No gustó a todos. Pero dejó huella.
Durante las elecciones de 2024, ya enfermo, fue crucial para el retorno del Frente Amplio al poder. Su respaldo a Yamandú Orsi fue decisivo. Fue su último combate político.
La última cosecha
En 2020, la pandemia lo llevó a dejar el Senado. Sin embargo, siguió cultivando flores, libros, pensamientos. Desde su tractor, desde su mesa de cocina. Su esposa, Lucía Topolansky, fue su compañera inseparable por más de cinco décadas.
“Lucía fue mi mayor acierto”, confesó hace unos meses en una entrevista íntima. “Sin ella, todo habría sido mucho más difícil”.
Pepe Mujica partió. Pero su voz, esa mezcla de filósofo rural y rebelde ilustrado, no se apaga. Queda su ejemplo. Queda el eco en los pasillos de la ONU, en las chacras uruguayas, en las plazas donde alguna vez habló de libertad, dignidad y sencillez.
Y queda el silencio. Ese que ahora habita su tierra… donde crecen, otra vez, flores bajo su nombre.
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